El krokodil es
probablemente la droga más aterradora de cuantas sustancias adictivas
existan hoy en el mundo. La droga debe su infame nombre a las
escarificaciones que va provocando en la piel de los adictos, las cuales
semejan la rugosa piel del cocodrilo; sin embargo, lo aterrador
comienza cuando la piel se va desprendiendo hasta dejar huesos
expuestos. De ahí que la revista TIME haga eco del nuevo apodo del krokodil: la droga zombi.
¿Pero por qué alguien querría inyectarse
krokodil al saber sus funestas consecuencias (lo que garantiza una
expectativa de vida de máximo tres años, además)? Sencillo: porque tiene
efectos muy similares a la heroína pero cuesta apenas una fracción de
su costo.
El costo se explica porque el
ingrediente más difícil de conseguir es la codeína, un opiáceo que hasta
hace poco podía comprarse en Rusia sin prescripción (desde el año
pasado es más difícil conseguirla, lo que provocó un despunte del precio
de la sustancia en el mercado negro.) Otros ingredientes incluyen
thinner para pintura, ácido clorhídrico y fósforo, el cual puede
obtenerse de los cerillos comunes.
En 2011, la agencia antinarcóticos de
Rusia confiscó 65 millones de dosis, y a pesar de las medidas
restrictivas para controlar el acceso a la codeína, el gobierno estima
que hasta un millón de personas son adictas al krokodil en aquel país,
pero reportes de consumo de krokodil al otro lado del Atlántico ya han
sido consignados en la American Journal of Medicine.
El fotógrafo italiano Emanuele Satolli
pasó el último año en la ciudad de Yekaterinburgo, en los Montes Urales,
documentando la vida de media docena de adictos al krokodil. Al igual
que otras drogas duras, la vida de estos hombres y mujeres gira en torno al momento de su próxima dosis.